No alcanzaba a entender por qué mi madre se empeñaba en abandonar aquel lugar tan hermoso donde teníamos siglos viviendo. Yo era feliz allí. Vivía con ella de día y de noche. Respiraba de su aire. Comía de lo que ella comía. Me bañaba diariamente en los caños y riachuelos del Hato. Bajo la sombra de los morichales yo descansaba luego de haber nadado tanto, después de haber jugado y conversado con los peces, mis grandes amigos de entonces.

         Nos levantábamos tempranito. Ella iba directo al fogón. Una vez allí, montaba el agua y acomodaba el busaco para colar café. Yo la animaba atizando el fuego entre las topias, pues me gustaba el calor y los colores que desprendía. Cuando ella se empinaba la primera totumita de aquel café recién colado, era yo quien le indicaba si le faltaba dulce o no, si estaba muy caliente o no, en fin, si le gustaba o no le gustaba. A mí casi siempre me gustaba.

         Cuando ya iba a amanecer, nos metíamos en el corral. Ordeñábamos y tomábamos leche. Mi madre cantaba bastante a las vacas y le pasaba las manos a casi todas desde el cogote hasta la yuca del rabo. A mí me gustaban las miradas que los becerritos le echaban a mi madre, y estoy seguro que a ella le encantaba que yo estuviera viviendo todo aquello junto a ella.

         Las  madrugadas casi siempre eran frías, pero ella siempre supo arroparme. El calor que me daba era único. Dentro de ella todo era diferente a la sabana. En ésta se escuchaba el pitío del toro padre, el revoloteo de los patos y el canto de los alcaravanes; retozaban los chigüires a las orillas de las lagunas y caños, se asoleaban los babos y se veían los gallitos laguneros picoteando a sus orillas. En los potreros, el toro enamoraba las novillas, los carraos llamaban agua en plena resedad. Me dormía mirando los esteros anegados en invierno, al sol morirse en brazos del atardecer y a la luna desfallecer rápidamente con cada amanecer.

         Dentro de ella- venía diciendo- todo era diferente. Me sentía protegido. Nadaba y flotaba a la vez. Jamás sentía cansancio. Me daba cuenta de que llovía duro y de que los chubascos mecían a los caujaros, samanes y jabillos. Incluso hasta tumbaban algunos, pero yo no sentía miedo ni temor. A veces veía que mi padre, hermanos y tíos se sobresaltaban con los truenos e inclusive se asustaban y buscaban los cuartos para esconderse. Yo en cambio veía aquello con toda normalidad. Lo que era ruido para los demás, entraba a mis sienes en forma de música. Yo creo que para mi mamá también era así, pues a ella le gustaba mucho bailar.

         Desde ese entonces a mí me han gustado mucho los bailes. Seguramente así fue como aprendí a cantar pasajes y joropos. Recuerdo que mi mamá no se perdía una fiesta llanera, y la sacaban a bailar cada ratico porque era muy alegre y lo hacía muy bien. Era serenita en las revueltas y a todos sonreía cuando el bordón cuereaba. Eso gustaba a todos. A mí también, puesto que en cada baile estaba yo. En cada escobilleo estaba yo. En su alegría estaba yo. En su sonrisa estaba yo.

         Cuando estas cosas me llegan a la mente siento un temblor entre el pecho y la garganta. Se me tupen las narices y parece que me inflara. Luego empiezo a llorar, pero en cada hilo de llanto que resbala por mi cara siento la caricia del agua del caño, del río, de la laguna… y entonces regreso al estero y a los pozos, que eran los lugares donde casi a diario íbamos a bañarnos y a coger sol.

         Eran los mismos lugares donde mi mamá lavaba y maceteaba su ropa,  la de mi padre y hermanos. Donde a veces pescaba la comida del día. Donde de vez en cuando yo le advertía que un caimán nos acechaba. Los mismos parajes que un  día nos vieron partir.

         Yo sí me había dado cuenta que de un tiempo para acá, mi mamá había cambiado con mi papá. Le hablaba duro, golpeado y hasta le gritaba. En algunas ocasiones se le alzaba, le daba la espalda y lo dejaba con la palabra en la boca. Pero mi padre insistía. Le daba razones. Le explicaba. Trataba de convencerla de algo que yo en verdad no tenía ni idea.

         En la medida en que pasaba el tiempo, la cuestión se iba poniendo peor. Mi padre insistía. Le escuché hablar de una hermana suya y el esposo, quienes tenían como veinte años de casados y no habían podido tener un hijo.

         Mi mamá no daba su brazo a torcer. Se ponía cada vez más cerrera. Se ponía igualito al ganado maranto, se alzaba en la sabana y los potreros. Reventaba los cabos de soga y aplastaba con su furia los pajonales. Recuerdo que al llover, las gotas de agua, convertidas en ríos, rodaban desde su lomo hacia los esteros, pero ella seguía sin detenerse. Trastabillaba y se iba de boca enceguecida en su carrera, pero no dejaba entrar el lazo en su cabeza.  Atravesaba los potreros vecinos, volaba por encima de las puertas de trancas y continuaba con su tropel de llanto hacia donde ni ella misma, en medio de su dolor, se imaginaba.

         Todo el mundo en el Hato se daba cuenta de aquello. Nadie apoyaba a mi padre. Nadie quería que aquello sucediera. Recuerdo que para aquella bajada de agua, hasta el ganado estaba triste. Las queseras no sentían ni la esperanza de que empezara de nuevo el ordeño. La soledad brillaba en los trillos y demás caminos del Hato.

         Quizá la insistencia de mi padre o sus ruegos, hicieron que mi mamá accediera. Fue así como una mañana nubarrosa subimos al bongo.

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