El aguacero logró entristecerme. Mucho antes, así se lo había propuesto su cómplice, la lluvia. Entre ambos me apresaron. Entonces comencé a escuchar risotadas de cadenas, grillos y cerraduras. Soñaba con tenazas, piquetas y cizallas. Hierro y acero en perfecto acuerdo.

         Sentía lástima por los animales silvestres. Quizás el frío encadenador también a ellos maltrataba.

         Pensaba que el sol era culpable. Una vez más se había dejado vencer. Habría sido débil. Quizás engreído en su mal calculado hervor. Fuerte y brillante su apariencia, pero vacío por dentro. Acaso sin adentros...

         En el rostro ahumado del bahareque estaba mi esperanza. Impaciente como la soledad de una alcancía. Mi posibilidad caminaba sobre la flor del agua y en la reverberación de la sabana gaseosa. Era allí donde por fin el sol vencería a la lluvia. Sin embargo, ella se mantenía constante en el combate. La palma de mis pies golpeaba  sobre el estero y clavaba lanzas que  traspasaban otras palmas. Sus pedradas horadaban la hermandad de los corrales.

         De pronto, comenzó a hervir la bosta. Olió a Paradero. Esto me reanimó. Empezó a hornearse el caney. Acalorarse el Palo a Pique. Sentí el calor de la osamenta veranera en el tallo de mis huesos. Se enojó mi sangre.

         Busqué a mi compañero. Casi me hablaba con sus ojos. Entendí su clamor. Me guindé de sus crines. Monté y talonié en el ijal. Salimos disparados. Cortamos la lluvia. Aire y calor. Volamos al compás de nuestra propia respiración. Transpiramos una fiebre compartida.

         El combate duró siglos y más siglos. Convertimos el universo en cenizas. Secamos océanos, mares, ríos y riachuelos. Incendiamos cada legua recorrida. Disfrutamos del triunfo...

        

Después de dar la vuelta en redondo, nos dimos cuenta de que estábamos achicharrados. La esperanza se había escapado a través de un jagüey sin fondo.

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