Lo conocía desde la infancia. Tiempo de caminos largos. Tiempos donde no existía el miedo. Iba en un bongo de espadilla, transitando rumbos de agua dulce. Lo acompañaba su madre, quien también era mi madre, y mi otro hermano varón. Yo los miraba desde la ciega humedad del vientre de aquella mujer.

         El bonguero, -hombre de canalete y palanca- calmaba la sed con agua del Cunaviche y del Apure, y ocasionalmente achicaba el plan del bongo con la misma totuma donde nos daba de beber. Había comenzado la bajada de agua, finales de Septiembre y comienzo de Octubre. Llano adentro.

La frialdad del agua del río no llegaba hasta mi arrugada piel.

         Después que el bongo atracó, -justo en el paso donde una pareja de tíos  esperaba con urgencia- comenzamos a crecer como todo niño de pueblo apartado, rodeados de amor y celos. Enfermedades. Noche de vigilia...

         Compartí junto a ese hermano casi toda la infancia. No sé qué le gustaba a él de mí; pero a mí me gustaba mucho su fortaleza física. Era musculoso, y a pesar de poseer una baja estatura, brazos y piernas cortas, su apariencia era la de un hombre invencible.

         Nunca olvido una pelea callejera en la que yo habría de llevar la peor parte. Él intervino para salvarme. Y así lo hizo. Rindió al adversario cuando se lo propuso; otro niño de su edad, pero ni tan fuerte ni tan decidido como él.

         También reconocí su inteligencia para el estudio y su capacidad para echar hacia delante. Jamás se entregaba. Iba y venía de lo más recónditos lugares, sin registrar cansancio. Acaso su condición de becerrero le había convertido en un hombre de naturaleza invulnerable.

         En una oportunidad me enteré de un accidente que tuvo en un rodeo: trabajo de llano. Soga, cacho y quijada en el pensamiento del cabrestero y en el sigilio del animal. Reto a muerte mientras los hierros flameaban a la espera del cuero vivo del animal.

         Cuentan los peones que una manada de toros comenzó a inquietarse cuando un remolino de polvo arropó el corral. Mi hermano, sobre su caballo Mataco, trataba de controlarlos. Latigueaba su bestia y movía las riendas en todas direcciones. Taloneaba. Gritaba. Hablaba desde su corcel. Arreaba. Sin embargo, el desespero de los animales fue tal, que hasta la luz del sol desapareció.

         Entonces se produjo el barajuste. Los toros, enceguecidos por el encierro, reventaron la puerta de tranca y huyeron en estampida, llevándose en los cachos a mi hermano y su caballo.

         Al amanecer llegaron los peones, luego de rastrear la sabana. Habían encontrado muerto a Mataco, y a mi hermano, moribundo. Dicen que en el lugar yacían sin respiro nueve toros de los más finos.

         Durante los meses de invierno que sucedieron, la muerte anduvo de ronda por los alrededores del hato. Mi hermano, mientras tanto, luchaba contra aquella adversidad. Sus ganas de vivir lo impulsaban, desde el chinchorro hasta el lomo de una bestia. Sentía la necesidad de cabrestear como tantas veces lo había hecho.

         La muerte no tuvo otro atajo que el de irse. Los peones la vieron sola y triste, llorando su fracaso por todo lo largo del camino Real.

         En otra ocasión, un hombre borracho y equivocado lo puso al borde de la muerte. Disparó a mansalva sobre su pecho. El río de sangre no se aclaró ni siquiera al contacto con la arena blanquecina de los médanos más cercanos. Animales extraños pero muy mansos (camellos) le socorrieron. Lamieron la herida, frente y mejillas  mientras familiares y amigos llegaron a auxiliarle.

         Dos semanas más tarde se había recuperado. Ni la mala intención del victimario, el plomo, ni el olor a pólvora lograron derribar tan fuerte humanidad.

         Veinte años más tarde, mi hermano confesaba sentirse orgulloso de tener en la cárcel particular de su columna vertebral, al plomo aquél que se enfrió al enfrentarse a él.

         Quienes le conocíamos estábamos acostumbrados a mirarle como era. Sin embargo, esto no se extendió hasta el infinito: para un verano, todo comenzó a cambiar. Dolores inmensos se apoderaron de su cuerpo. Flagelos desconocidos comenzaron a caminar por las sendas más internas de su organismo, con el ánimo de vivir de él. De su savia. De su pulpa. Produjeron insomnio, dolores intensos, molestias, fatiga. Entonces vino la duda, la incertidumbre, la angustia…

         Aquella musculatura de invencible apariencia comenzó a derrumbarse. Empezó a ser sustituida por una capa descolorida y trajinada. Senderos de arruga se apoderaron de casi toda su piel. Se empezaron a humedecer los trillos sabaneros en la mirada profunda de quienes le amábamos.

         Comenzamos a sentir temor. Cada quien entendía aquello de una manera diferente. O no entendíamos. Las opiniones variaban con la intención de ayudarle y ayudarnos. Poco a poco fuimos entrando en un laberinto que parecía carecer de un lugar de descanso. Sentíamos estar dentro de él como si tratáramos de alcanzar la orilla en medio de un río bajando caramas.

         Creo que algunos esperaban su deceso, aquellos hombres de poca fe. Otros sabríamos esperar. Mientras tanto, el tiempo se erigía como testigo único, permanente, involucrado con todo lo que ocurría, pero silente. Auscultando, -cual juez- la intención de cada quien y los actos de cada cual dentro de aquel laberinto. Grabando con indeleble tintura, lo que las conciencias particulares no se atrevían a pronunciar.

         En medio de su silencio, mi hermano demostraba que también tenía otro tipo  fortaleza: la espiritual. Sacaba fuerzas no sé de dónde para emerger por entre las sendas húmedas de una muerte anunciada por la ciencia médica. Soportaba todo tipo de tratamiento con estoicismo, y esperaba con paciencia la sanación.

         Mucha gente a su alrededor se puso a prueba: unos se rindieron desde un principio; otros –esperanzados- luchábamos a su lado.

         Un día me dispuse a conversar con un peón del hato. Necesitaba hablar de mi hermano y su enfermedad, y creo que la gente que vive en mayor relación con la naturaleza posee una capacidad infinita para explicar los grandes problemas que aquejan la existencia del hombre.

         Me dijo que mi  hermano no iba a morir todavía, porque desde muy niño había sido visitado  por la muerte, pero ésta nunca había podido con él.  Relató que en una ocasión un filoso puñal se enterró en su espalda, y que, siendo como era, apenas un niño, el arma pudo haberle traspasado un pulmón, una arteria o el mismo corazón. Sin embargo, no pasó de allí.

         El relato me reanimó. Comencé a imaginármelo montado sobre su caballo. Ensombrerado. En la zurda las riendas y en la derecha la escopeta. Sabana afuera, donde el viento resopla contra las pupilas del animal y los cascos se hunden para avanzar y así  enterrar las posibilidades de morir. Donde se pierde el desánimo y crecen las ganas de vivir.

         Sin embargo, aquel peón de sabana también afirmó:  “...tan igual que los animales, el hombre también se muere... y eso es necesario, camarita...” . Y agregó: “ La muerte viene de afuera o desde adentro, pero viene. Si de afuera no llega o no ha llegado, entonces se produce desde nosotros mismos. Hasta la pensamos y la deseamos...es por eso que se va formando poco a poco dentro del cuerpo...no se siente...crece con uno, vive con uno...se desarrolla...y hasta desea morir con uno mismo...simplemente porque nació, creció y se desarrolló con nosotros desde mucho antes de nacer”.

         Aquello me enmudeció. Creo que él se dio cuenta, pues no pude disimular la sorpresa. Su explicación encajaba exactamente en la enfermedad de mi hermano, quien tenía en el interior de su cuerpo un tumor maligno de casi dos kilos de peso.

         Entonces hablé con Dios. Puse mis manos sobre cada una de sus mejillas. Le pedí ayuda para mi hermano, aunque también le dije que sabría aceptar se decisión. No sé qué estarían pensando los demás familiares y amigos.

         Sentí tranquilidad. Quedé conforme.

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