El aguacero logró entristecerme. Mucho antes, así se lo había propuesto su cómplice, la lluvia. Entre ambos me apresaron. Entonces comencé a escuchar risotadas de cadenas, grillos y cerraduras. Soñaba con tenazas, piquetas y cizallas. Hierro y acero en perfecto acuerdo. Sentía lástima por los animales silvestres. Quizás el frío encadenador también a ellos maltrataba. Pensaba que el sol era culpable. Una vez más se había dejado vencer. Habría sido débil. Quizás engreído en su mal calculado hervor. Fuerte y brillante su apariencia, pero vacío por dentro. Acaso sin adentros...

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El encierro era total. Las maldiciones retumbaban entre puertas y paredes sordas. Del techo bajaban sanguinolentas quejas que me lanzaban de una cárcel a otra. El olvido emergía como la aparente posibilidad de escape a tanta imposibilidad. Se me ocurrió abrir una hendija de sol en un lugar no descubierto de mi sien izquierda. Avisté una reja en mi sien derecha. A través de ésta pude mirar otros seres. Estaban encerrados también. Los invité a revisar sus sienes. A creas posibilidades. Derrumbamos cada reja que nos separaba. Ellos tiraron hacia fuera. Yo empujé en la misma dirección.

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Juancito y Arturo eran dos hermanitos que vivían en uno de esos pueblos de América que casi nadie conoce, quizás porque no tiene petróleo o porque su nombre no aparece en el mapa. Ellos tenían un primo llamado Williams, a quien apodaban Perico. ¡ Trúuuua, Perico!. gritaban muchachos del pueblo para echarle bromas y hacerle poner bravo.¡ Trúuuua, Perico! se oía desde cualquier esquina, siempre a escondidas.

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Lo conocía desde la infancia. Tiempo de caminos largos. Tiempos donde no existía el miedo. Iba en un bongo de espadilla, transitando rumbos de agua dulce. Lo acompañaba su madre, quien también era mi madre, y mi otro hermano varón. Yo los miraba desde la ciega humedad del vientre de aquella mujer. El bonguero, -hombre de canalete y palanca- calmaba la sed con agua del Cunaviche y del Apure, y ocasionalmente achicaba el plan del bongo con la misma totuma donde nos daba de beber. Había comenzado la bajada de agua, finales de Septiembre y comienzo de Octubre. Llano adentro.

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En sus ojos había ira. Frustración. No se parecían en nada a las dos gotas de miel que humedecieron mi corazón en los años de audaz adolescencia. Sentí miedo por vez primera, aunque sabía cuál era el motivo de su disgusto. Y lo peor: ella tenía razón. La irresponsabilidad se había apoderado de mí. No encontraba como mandarla lejos. Llego a creer que no deseaba separarme de ella. Era como una amante, quien sin verla tan siquiera, ni corretear con ella por calles y avenidas, cine o playa, me seducía con frases dulces en el ir y venir.

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La avioneta manchaba aquel cielo fogoso, bordado con figuras de seres vivientes que se asustaban ante el ruido desconocido. Abajo, un hombre cabalgaba con la mirada ciega en la sabana árida. No muy lejos de allí, el pensamiento esperanzado de un grupo de niños, chorreados desde la quijada hasta el ombligo, asestaba lanzados sobre su espalda. De pronto, la máquina se vino al suelo. Su trasero sangró humo. El cielo se arrumazonó y adoptó el color de la muerte. Se autoinvitó la lluvia, quien traspasó, sin permiso alguno, las recientes hilachas de fuego del nuevo día. Tan gigantesco fue el torrente, que anegó hasta los espacios invisibles de aquella tierra visible a todos.

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La sabana lucía árida. La brisa que soplaba por entre las ventanas del rústico vehículo era vaporosa. El pajonal estaba reseco, hambriento de lluvia, quizá.. A cada momento había que detenerse para abrir una puerta de tranca o un falso. Pendiendo sobre el último pelo de alambre de púas de la empalizada había siempre un anuncio: Fundo La Fijanza, hato El Progreso, Paso las Mulas, Hato La Verdad, Bartolero, Tocoragua... De vez en cuando los hombres descendían a descansar, estirar las piernas y echarse un trago de ron “para espantar el sueño”. Iban alegres, seguros de encontrar carne de cacería. Escuchaban música llanera y disfrutaban de la inmensidad de aquellas sabanas pobladas de blanquecinos médanos y de un cielo que, a pesar de su obscuridad, brindaba una luna enrojecida bordada de fogosos colores.

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Sudorosos Enrique y Rufino desmontaron de sus bestias frente a la puerta de tranca del fundo San Gregorio. Los animales despabilaban seguidamente en señal de cansancio, pues habían terminado una tarea muy dura en la cual recogieron casi todo el ganado disperso en las sabanas del hato conocido como Coco e Mono, herencia de los finados Don Luis Tomás Rodríguez y Doña Clara de Rodríguez. Luego de desensillar, los hombres se dirigieron al interior de la casa en busca de comida, mas sólo encontraron silencio. Malos presagios, ya que era la costumbre que sus mujeres la hubieran guardado. -¡Qué guena vaina, en esta jodía no hay na que comé! –dijo Enrique con molestia-y agregó: ¿Será que se jueron pa la otra casa y la dejaron allá?

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Me persigno -Dios mío- en tu nombre, el de tu hijo Jesucristo y del Espíritu Santo. Al hacerlo, unto sal y grasa de tu cuerpo sobre mi frente, pecho y hombros. Y reconozco esta cruz como la misma en la cual tu hijo murió para llevar la salvación a todos los seres humanos del planeta. Gracias –Dios mío- mil gracias te doy por ayudarme a conocerte y a creer en tí con profunda fe. Gracias -Dios- mío por echarme a esta vida en la que he vivido muchas vidas.

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No alcanzaba a entender por qué mi madre se empeñaba en abandonar aquel lugar tan hermoso donde teníamos siglos viviendo. Yo era feliz allí. Vivía con ella de día y de noche. Respiraba de su aire. Comía de lo que ella comía. Me bañaba diariamente en los caños y riachuelos del Hato. Bajo la sombra de los morichales yo descansaba luego de haber nadado tanto, después de haber jugado y conversado con los peces, mis grandes amigos de entonces.

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