La sabana lucía árida. La brisa que soplaba por entre las ventanas del rústico vehículo era vaporosa. El pajonal estaba reseco, hambriento de lluvia, quizá.. A cada momento había que detenerse para abrir una puerta de tranca o un falso. Pendiendo sobre el último pelo de alambre de púas de la empalizada había siempre un anuncio: Fundo La Fijanza, hato El Progreso, Paso las Mulas, Hato La Verdad, Bartolero, Tocoragua...

         De vez en cuando los hombres descendían a descansar, estirar las piernas y echarse un trago de ron “para espantar el sueño”. Iban alegres, seguros de encontrar carne de cacería. Escuchaban música llanera y disfrutaban de la inmensidad de aquellas sabanas pobladas de blanquecinos médanos y de un cielo que, a pesar de su obscuridad, brindaba una luna enrojecida bordada de fogosos colores.

         Después de mucho andar, Manolo advirtió: “tío, ya tamos llegando adonde tan los bichos, vamos a acomodanos; yo creo que Enrique debe pegale el faro a la sabana porque se la conoce mejor que toítos nosotros. Usté maneja y nosotros dos disparamos”- concluyó.

         Así lo hicieron. Faro en mano Enrique subió al techo del vehículo. Manolo y Francisco asomaron los cañones a través de las respectivas ventanillas y Rufino continuó conduciendo.

         En la sabana cada movimiento aumentaba la ansiedad de los hombres; las armas soñaban con la pólvora. Conejos y zorros se apartaban del camino para internarse con rapidez en el monte. El tiempo pasaba casi imperceptible. La medianoche iniciaba su visita.

         Enrique insistía con el faro hacia ambos lados del trillo e indicaba a Rufino con lamparazos de luz, hacia dónde debía dirigirse. Algunas veces el terronal obligaba a retornar al camino que por lo general era más transitable.

         De pronto la voz Enrique se dejó escuchar como un susurro: “·allá ta el bicho, nojose, allá ta, véale el candil, azulito. No lo vaye a pelá, mire que el animal es grande y gordo, ta bien gueno”- remató.

         En efecto, aproximadamente a cien metros de allí, escondido entre el pajonal estaba un venado cuyo tamaño no podía precisarse porque permanecía echado; pero era grande y macho, pues tenía una caramera de varias puntas. Solo se atinaban a ver sus ojos, azules y brillantes, en medio de tanta obscuridad.

         Con gran emoción los hombres quisieron acercarse aún más para asegurar el lance. Fue entonces cuando Francisco, desde una de las ventanillas traseras expresó: “no es necesario, no es necesario, quedémonos aquí. Mi rifle es de largo alcance y yo soy muy seguro disparando; yo no lo pelo, de eso estoy seguro, confíen en mí” –insistió.

         -¡Échele plomo, pues, échele plomo camarita, pero rápido, antes que el bicho se espante! –ordenó el baquiano.

         La detonación sonó con intensidad en las sienes de los cazadores. La soledad de las sabanas de Falsedad transformó en rugido. Los candiles desaparicieron al momento en que el proyectil penetró el entrecejo del animal. La muerte comenzó a trajinar entre hilos de sangre y las rojizas aureolas de la luna.

         Los hombres corrieron de inmediato hacia el lugar donde estaba la presa. Llegaron. Allí permanecía sin respiro un venado de doce puntas. Grande y gordo, tal como lo había descrito el baquiano momentos antes.

         Éste se encargó de degollar y castrar al animal. Luego abrió un hueco profundo a un lado del camino y en él enterró todas las tripas, cuero y patas del venado; Después metió el animal dentro de un saco y lo hechó en la parte trasera del vehículo. Al momento de cerrar la puerta pensó en voz alta: “si se dejan ahi esas tripas más nunca coje uno venao en to esta vaina, ¡si seño, más nunca!”.

         De inmediato continuaron. Siempre buscando, rastreando la sabana o “peinándola” como salían decir a cada momento.

         No habían recorrido mucho trecho cuando Manolo avistó dos venados más. Se distinguían con claridad los relampagueantes círculos de sus ojos por entre las ramas entreabiertas de una macolla de paja. Rufino, quien también los ha visto, pidió a Enrique que no les quitara el faro de la cara, pues deseaba disparar. Entonces Manolo le prestó su arma y le aconsejó se aproximara un poco más, pues todavía no estaba a tiro de escopeta.

         Apenas avanzó unos cuantos pasos, decidió disparar. Los animales salieron en carrera, uno iba herido, pues la sangre mojaba el pajonal; el otro iba ileso y en veloz carrera, pero de vez en cuando se detenía a esperar al malherido como para acompañarlo en la huida.

         Con visible afán Rufino pidió a sus compañeros correr tras los venados, pero Enrique, baquiano al fin, le dijo que sería imposible agarrarlos porque “ya taban dentrando al monte y de ahí no los sacaba naidien, camarita, ahí se consiguen unos espinerales que uno no puede ni caminá ¡gueno pues!, en cambio esos bichos carrerean y carrerean entre ese monte y no sienten las jinc. Además, se esconden tan bien que uno no los puede ve”.

         Pero la insistencia de Rufino fue tal  que logro convencerlos. Más tarde, como perros de caza, huzmeaban, buscaban y apuntaban en todas direcciones en el obscuro montaral; pero nada encontraban, sólo huellas de sangre y estiércol húmedo disperso por todas partes.

         De pronto entraron en una calceta. El terreno estaba limpio, como recién barrido. Los árboles y matorrales eran grandes y frondosos, daba la impresión de que recibían cuidados. Era extraño, porque aquel monte era uno más de los tantos que se encuentran en las costas de los grandes ríos llaneros. Había bejucales y espinerales, pero dispuestos en u orden casi perfecto, tal como si hubiesen sido sembrados de esa manera.

         Había plaga sí, y picaba duro. Las linternas iban de una mano a otra con la idea de espantarla. Los palmetazos en el cuello, espalda y mejillas se oían como peinillazos en la lóbrega calceta.

         Repentinamente, los hombres vieron que las huellas de sangre subían por el tallo de una árbol gigantesco; iban rumbo a lo más alto. La luz artificial, cada vez más débil, las seguía mientras la de sus ojos comenzaba a asomarse con lo que ahora presenciaban: decenas de venados habitaban sobre la cima de los árboles más grandes, allí convivían con sus crías. Junto a ellos moraban picures, ardillas, chiguires, araguatos, gabanes, garzas y demás animales silvestres del llano.

         Esto dejó tan confundido a los cazadores, que no encontraban que hacer ni qué decir. No se atrevían ni a voltear para mirarse la cara.

         Y para mayor sorpresa, desde lo más alto, irrumpió la figura de un venado viejo con una caramera de infinitas puntas, quien se dirigió a los cazadores con voz gruesa, pausada y segura: ¡Dejen de mirar hacia arriba, es imposible llegar hasta aquí!. En este lugar las presas son ustedes aunque nosotros nunca hemos sido cazadores. Jamás hemos hecho daño al hombre; ¡miren hacia abajo, despierten y vean lo que está pasando!.

         Los hombres, quienes hasta ese momento habían permanecido erectos, clavados a la tierra, comenzaron a mover los ojos con incredulidad. Luego decidieron mirar hacia abajo.

         En el suelo, todo tipo de culebras se desplazaba hacia ellos. Unas totalmente rastreras, otras semi erguidas. Todas sacaban sus lenguas y las hacían bailar cerca de los pies, tobillos y piernas de los hombres, quienes esperaban con resignación la mordida.

         De pronto, Enrique decidió enfrentar esa situación. Moviendo su mano derecha con rapidez intentó desenvainar el cuchillo que colgaba al lado izquierdo de su cintura; pero cuando trató de embestir a la culebra que lo enrollaba, oyó desde lo alto la voz del venado viejo: ¡ni se te ocurra muchacho, ni se te ocurra, eso sería peor para todos, el único que conoce el secreto para alejarlos soy yo!.

         -¡Entonces dilo, mardito venao, dilo! –emplazaba Enrique semi ahogado con la cabeza de una culebra que bailaba frente a su boca.

         -¡Promételes que más nunca matarás un venado, ni algún otro animal en tierras de Falsedad! –respondió el venado.

         Cuando Enrique comenzó a elevar su compromiso, los demás hombres también lo hicieron con voz temblorosa; aislados del resto del mundo, casi con la vida perdida, repetían cada una de las promesas que el baquiano hacía. Así pasaron un largo rato.

         Las culebras fueron alejándose con lentitud. Los hombres comenzaron a respirar con cierta libertad. A pesar que era de madrugada y la calceta estaba obscura, la tranquilidad había comenzado a llegar para aquellos infortunados cazadores.

         Al verse libres, pudieron ver como los animales nadaban a través de hilos de sangre hacia el cielo, negruzco espacio donde la única estela de claridad la conformaba una bandada de garzas blancas que acababa de alzar el vuelo.

         Una vez fuera de la calceta, corrieron hasta el vehículo, quien esperaba ajeno a todo cuanto había acontecido. Subieron. Rufino encendió el motor y comenzaron el regreso.

         Al poco tiempo, desde el asiento trasero Enrique gritó: “¿Qué vaina es esta?!” ¿Dónde ta el venao que habíamos matao?!”. Los demás hombres dirigieron sus miradas hacia el lugar y comprobaron que no estaba allí el animal; se miraron perplejos. Rufino detuvo la marcha, se bajó, miró hacia arriba, estiró su cuerpo hacia atrás abriendo los brazos y expresó: “ Santo Dios, ¿Será que he estado soñando durante tanto tiempo?”.

         Se aproximaba el amanecer. Llaneros de a caballo se veían a lo lejos. El tremedal arropaba las espigas del pajal mientras el aleteo de las aves movía en silencio el firmamento.

         Cuando Rufino subió de nuevo al vehículo se posó frente a ellos un venado grande y viejo, de doce puntas, idéntico al que habían matado la noche anterior. Estaba a no más de veinte metros. Erguido, seguro. No se observaba  temor ni miedo en sus ojos. Escarbaba con fuerza sobre la arenilla del trillo. Retante. Manolo buscó su escopeta para tirarlo. Francisco hizo lo mismo, pero cuál sería su asombro al ver que ninguna de las armas estaba en su sitio. Fue entonces cuando el venado decidió hablar: ¡A terrenos de Falsedad jamás  vuelvan a entrar, pues ustedes dieron muerte al dueño y señor de estas sabanas malditas!.

         De inmediato torció la mirada hacia el monte más cercano y echó a correr hacia allí.

         Francisco y Rufino, camino a San Gregorio, preguntaron a Enrique si no sabía de la existencia de ese espanto. Enrique contestó: “¡Cómo no, camarita, cómo no, lo que pasa es que por aquí uno se acostumbra a viví así, sin tenele miedo a naiden ni a ná; eso forma parte de la vida que uno lleva por toitos estos laos!”.

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