La avioneta manchaba aquel cielo fogoso, bordado con figuras de seres vivientes que se asustaban ante el ruido desconocido. Abajo, un hombre cabalgaba con la mirada ciega en la sabana árida. No muy lejos de allí, el pensamiento esperanzado de un grupo de niños, chorreados desde la quijada hasta el ombligo, asestaba lanzados sobre su espalda.

         De pronto, la máquina se vino al suelo. Su trasero sangró humo. El cielo se arrumazonó y adoptó el color de la muerte. Se autoinvitó la lluvia, quien traspasó, sin permiso alguno, las recientes hilachas de fuego del nuevo día. Tan gigantesco fue el torrente, que anegó hasta los espacios invisibles de aquella tierra visible a todos.

         Una laguna inmensa se formó entre los pajonales resecos.

         El jinete no dejaba de andar. Hablaba consigo mismo. Hablaba con la bestia. Hablaba con Dios. Acaso no tenía claro en quien confiar. Por más que cabalgaba, no encontraba lo que buscaba. Los lanzazos entraban y salían cada vez más de su espalda, tanto así, que ya podía ver la punta del arma asomarse de manera decidida por el pecho. Incluso, había logrado traspasar tantas veces los pulmones, que sentía desfallecer.

         Brillaba el sol. Soplaba una brisa en reverbero. Una arenilla blanca con huellas cóncavas rastrillaba sus cansadas pupilas.

         En la avioneta los tripulantes gritaban. Hombre y tecnología acorralados en un momento de incertidumbre o fatalidad. En plenitud de la picada, cuando casi tocaba el agua, el aparato se horizontalizó sobre el inmenso colchón  de cristal. Redujo la velocidad y fue a detenerse justo sobre la humedad de aquellos labios resecos. Se explayó el cauce, y se besaron con intensidad. No fue sino al anochecer, cuando aquellos seres reconocieron: el mismo sentimiento, idéntica intención. Los habría unido la borrasca quizá, o alguna obscura necesidad que acosaba a ambos por separado. Las caricias, iniciadas con extrema timidez, fueron tornándose vaporosas. Uno de ellos, hirviendo. El otro, aplacando con el jugoso rocío de muchos amaneceres en soledad. En plena saciedad, aquella pareja evadía la realidad con la falsa creencia del amor a primera vista.

         Entre tanto, lejos de allí, una madre hacía grandes esfuerzos por alimentar a sus hijos. Apretaba sus tetas con afán. Las atenazaba con desespero y ahorcaba la antesala del pezón hasta producirse el dolor de la madre frustrada. En cada movimiento veía acercarse al toro padre, pasitrotando sobre la sabana, sobrio, seguro de sí mismo. Cada gota de leche refrescaba su memoria aturdida y la sumergía en el ordeño matutino. Se imaginaba a Ojos Grises, una vaca que anegaba los corrales, con su gruesa leche, todos los amaneceres.

         Los niños, por su parte, parecían no saber ordeñar. O si sabían, pero la angustia de la madre no permitía salir el líquido. Su llanto comenzó a poblar de riachuelos los espacios. El roce con los pezones de aquella ubre retostada abrió otro tipo de caminos: sanguinolentos, cuarteados, tiznados por una cruel necesidad. Intransitables quizá, o de alguna otra forma transitables.

         También en el jinete había frustración. Los animales de cacería se habrían escondido, pues no había podido avisitar ninguno. El arma, solitaria, esperaba el momento de arrojar su ira. La resedad del terrón besaba los cascos estropeados del caballo, que sudaba desde las crines hasta sus huellas. De pronto, olió la proximidad del agua. Volteó con violencia, a pesar del esfuerzo del jinete, quien rápido comprendió que la bestia había encontrado algo. Entonces, aflojó el freno y taloneó con tino. El animal entendió. Comenzó a trochar con paso firme. Así, llegaron a un caño desconocido.

         Se inclinaron con intención de apaciguar la se, pero al enfrentar sus caras con el rostro del agua, vieron huellas frescas de un grupo de niños hambrientos que invitaban a algún lugar.

Los tripulantes permanecían sin sentido. Heridas leves en la frente y pecho de algunos de ellos, no más. Difícil saber si estaban dormidos o desmayados. Más difícil precisar si alguien había muerto. Entre el caimán y los caribes se había planteado un reto en el que no se podía advertir quién resultaría ganador. El primero, grande y corpulento. Sigiloso y feroz. Inteligente, a decir del campesino. Los caribes, pequeños; pero voraces. Capaces de comerse los espacios desde el cielo hasta la sabana.

         Transcurrían las noches y los días. Ni la luna ni el sol modificaban aquel cuadro. El reto continuaba. Los actores se careaban sobre el lienzo anegado. Mientras tanto, en la soledad inadvertida de algún lugar lejano, se retaban también el hambre y la posibilidad de saciarla.

         Sin salirse del curso del caño, bestia y jinete avanzaban en medio del chapoteo. El hombre dormía y soñaba sobre el lomo del animal. Así anduvieron durante años y más años. Al fin, llegaron a una laguna donde el único habitante visible era un caimán de grandes dimensiones.

         La bestia se quiso encabritar. Despertó a su jinete, quien tomó las riendas. Dominó. Controló. El forcejeo despertó al saurio, quien permaneció indiferente, con sus ojos trasnochados. Acaso sabía lo que hacía. El hombre desenfundó el arma y disparó. Llovió chubasqueado. Pólvora esta vez. Sólo pólvora. El aguacero mató al caimán y perfumó la noche con su olor a guerra y lugares recónditos, desconocidos, lejanos a la tierra nuestra.

         Junto al candil del animal desaparecieron las olas. El hombre dejó caer el arma y se dirigió a la víctima. Regreso a su mente el rostro hambriento cambiaron de lugar. Penetraron el cerebro. Produjeron satisfacción. Triunfo. Sangraron sus ojos también, pero de alegría.

         Se dieron prisa. El hombre desenrolló la soga y amarró al caimán por la cabeza. Lo arrebató de la cola del caballo. Emprendieron el regreso. Luego de medio siglo de haber andado, llegaron. Era de madrugada.

         Los niños despertaron. O no habían dormido. Al ver el tamaño de la presa, se sorprendieron. Con entusiasmo y rapidez buscaron hachas y machetes. Comenzaron a descuartizar. Eran ya cinco hombres espigados. Fuertes. Manos callosas y grandes. Pantalón a la rodilla y arma blanca en la cintura.

         Se requirieron varios golpes de hacha para trozar la cola. Era gigantesco el animal. Lo voltearon para abrir la barriga. Liso el cuero, pero muy duro. Mientras uno de los hombres intentaba rajarlo a todo lo largo, los otros separaban ambas mitades para facilitar el trabajo. El filo del cuchillo miraba, encantado, el inicio del amanecer. Los hombres, entretenidos en el tasajeo, no se habían percatado de ello.

         Tiempo después, terminó la faena. Uno de los hermanos se encargó de botar las tripas y demás vísceras a un potrero cercano. Otros, tasajearon y salaron la carne. Por último, extendieron todas las presas, una a una, en la tasajera. El sol y la brisa harían lo demás. Ahora habría carne para muchas lunas.

         La madre, sin saber lo que ocurría, descansaba la angustia de momentos pasados.

         Revuelta de zamuros y gavilanes alborozaba el potrero. Barajuste de ganado plenó los corrales. Relincho de bestias descubrió la rochela. Mugir de toros y berrear de becerros alertaron a las aves caseras. El lugar se convirtió en un túnel infinito de voces que ensordecían.

         Para los hombres, aquellos era inusual, pero no lograban entender el por qué. Curiosamente, para los perros aquello era comprensible: habían ido y vuelto del potrero miles de veces. Habían instado con insistentes ladridos, a ir hasta allá. Los hombres, en medio de la incertidumbre, aceptaron. Corrieron. Al llegar al sitio donde habían arrojado las tripas del caimán, se encontraron con una avioneta conocida.

         Estaba rodeada de aves rapiñas que deseaban picotiar. Adentro permanecían, sin sentido, cinco hombres altos. Espigados. De reciedumbre campesina. Los vidrios, empañados, apenas permitían ver hacia adentro. Un pánico se apoderó de ellos. La desaparición parecían hacer estallar sus cerebros. Golpearon con decisión durante horas y más horas los vidrios y puertas de la aeronave, hasta que por fin lograron abrir una portezuela.

         Cada uno de los hombres se echó al hombro uno de los tripulantes, que parecían muertos. Se dirigieron al rancho. Colgaron chinchorros. Encendieron velas. Llegó la luz con olor a esperma. Perfume mortuorio. Humo que recuerda al finado amigo y al pariente...

          Los hombres se acercaron para ver sus rostros. No se dieron cuenta de que las paredes estaban adornadas con flores y coronas. No vieron los taburetes dispuestos para los invitados. Tampoco percibieron el olor a guayoyo y leña. Ni oìan el casco de las bestias que se aproximaban trasladando a los vecinos.

         La sorpresa los enmudeció. Los tripulantes de la avioneta eran ellos mismos, que hacía muchos años antes habían abandonado su tierra y ahora regresaban  en su busca.

         Se habían estrellado.

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