En sus ojos había ira. Frustración. No se parecían en nada a las dos gotas de miel que humedecieron mi corazón en los años de audaz adolescencia. Sentí miedo por vez primera, aunque sabía cuál era el motivo de su disgusto. Y lo peor: ella tenía razón.
La irresponsabilidad se había apoderado de mí. No encontraba como mandarla lejos. Llego a creer que no deseaba separarme de ella. Era como una amante, quien sin verla tan siquiera, ni corretear con ella por calles y avenidas, cine o playa, me seducía con frases dulces en el ir y venir.
En la casa, el silencio era mortal. Un hielo cortante y puntiagudo traspasaba el ruinoso colchón donde dormía las borracheras. Fétidos olores empañaban los hilos pluricolores de las sábanas y almohadas que recogían el sudor helado de sueños tenebrosos. Escalofriantes. Pesadillas en las que nunca moría, pero que me producían un despertar ansioso y taquicárdico, me colocaban al borde del vómito de la bilis.
La mirada rabiosa de mi esposa era implacable. Se incrustaba en mi espalda y producía unos dolores intensos desde las paletas hasta la cintura. Un ratón moral con el dedo índice en franca acusación me quitaba el hambre por días enteros. Se descanjaba mi rostro. La barba crecía desordenadamente. Me olvidaba hasta de mis deseos sexuales. Cosa extraña en mí, que siempre había sido tan activo en ese particular.
Cierta noche, después de un enfrentamiento a muerte con aquellos ojos iracundos; de hablar sensato y lágrimas sordas, decidí morir de una vez. Tomé la decisión de cerrar los ojos y no abrirlos jamás. Pensé que sería un acto preñado de valentía. El de mayor coraje en mi vida. Una vida que amargaba aquellos ojos de miel y encerraba la de mis inocentes hijos.
Pero al despertar, sentí de nuevo el fraude. Había cerrado los ojos con el deseo de no volver a abrirlos, pero nadie escuchó mi súplica. No hubo oídos. Sólo ojos y dedos acusadores.
Entonces apuré el paso dentro del cuarto. Entré a la sala de baño. Sentí rechazo. Con dificultad, logré bañarme. Me vestí. Calcé zapatos y medias de diferente color. La visibilidad era casi nula. Un dolor de cabeza me producía terribles náuseas. Un calorón en las orejas y cuello me parecía ubicar frente a un grupo de asesinos que pretendían lincharme.
Salí de allí en carreras. Huí. No sé si de la mirada acusadora o de mí mismo.
Entré a una tienda. Compré un arma blanca. Caminé sin destino claro. A veces a paso veloz. Otras, con lentitud y torpeza. En el remolino viviente de la metrópolis busqué una víctima. En eso pasé casi toda la noche. Incluso gran parte de la madrugada del día siguiente. Al fin la encontré.
Le puse la hojilla en el cuello. Justo en la arteria. La obligué a darme todo el dinero que tuviera. Sólo eso, dinero. Dinero. No joyas ni algún otro objeto. Lo que necesitaba era dinero. Nada más. Me lo entregó todo. No la corté en ninguna parte de su piel. En verdad no sería capaz de volver a molestarla.
Esperé que amaneciera y abriera el comercio. Embriagado de emoción porque hoy sería, por fin, un hombre responsable. Contaba y contaba aquella paca de billetes de los grandes. Me los distribuiría entre los bolsillos del pantalón, camisa y chaqueta. También entre las medias y mangas del pantalón. Me cuidaba mucho, no fuera a ser que viniera un vagabundo a robarme y estropear mis inmensas posibilidades de ser responsable.
Los empleados abrieron las puertas del supermercado. Entre con la frente elevada. Erguida. Retante. Di los buenos días con tono de voz decidido y fuerte. Voz grave. Precisa y segura. Agarré dos carritos y comencé a llenarlos de comida y víveres. Víveres y comida. Chucherías: golosinas, galletas saladas y dulces.
Después de dos horas de escogencia y disfrute, llegué a la Caja. Le di trabajo a la joven durante treinta y cinco minutos exactamente, que yo mismo medí en mi reloj con el propósito de relatarle a mi mujer e hijos. Con la intención de cambiar los ojos de ira y los índices acusadores.
Llené bolsas. Era ocho. Bien grandes y repletas. Pesadas, muy pesadas. Casi no podía con ellas, pero a nadie pedí ayuda ni solicité un taxi, porque deseaba llegar a casa bien cargado, encorvado y sudado...
Caminaba y caminaba. Me detenía. Colocaba las bolsas sobre la acera y descansaba. Me confundía con las bolsas al paso veloz de los automóviles. Jamás logré distinguir quién era más bolsa, si ellas o yo.
Mucha gente pasaba por la avenida, pero nadie me saludaba, pues no me reconocían. Unos a pie, otros en bicicletas y la mayoría en autos. Acaso un cornetazo de vez en cuando. Siempre había odiado los cornetazos.
De pronto sentí varios de ellos en forma violenta y simultánea. Chirrido de frenos. Golpes contundentes. Uno y otro golpe...
Ese último derrumbó el poste de un semáforo inservible. El mismo que provocó los golpes, el chirrido y los cornetazos. El amarillo gigantesco se me vino encima. Las bolsas pesaban tanto que no pude esquivar el monstruo amarillento, quien garganteó sobre mi cabeza y me golpeó sin piedad una sola vez. Me apagó los ojos y me lanzó al camino de los sueños.
Al mediodía mi mujer y mis hijos rabiaban de hambre. Pensaban en mi irresponsabilidad. Esa era la comidilla de todos los días. Y no se percataban de que todo lo que decían y despotricaban de mí, yo lo oía sin molestia alguna desde la ventana más próxima al más allá.